Cristobal Condoro Cano
En la vasta geografía andina, entre la puna y los valles interandinos, transitan historias que revelan la profundidad espiritual de los pueblos originarios. Una de ellas es la del jiwa iki, el sueño-muerte, una dimensión donde lo vivo y lo muerto están separados, sin comunicados.
Durante un viaje de caravana, un joven llamero chilinta —ayudante del chininta o jefe llamero— se encontró en el trayecto de retorno. Mientras sus llamas descansaban, encendió una fogata y comenzó a preparar su infusión. Entonces reflexionó sobre los sueños que había tenido la noche anterior. En uno de ellos, su jefe llamero le entregaba una bolsa de cuero con un poco del tostado de maíz y charque que su jefe guardaba en la cabecera. Al meter la mano, sintió algo húmedo, pero no le dio importancia. No se dio cuenta de que el cuerpo del llamero mayor yacía sin cabeza.
Al poco tiempo, la cabeza del llamero apareció, golpeando el suelo y protestando. Recriminó al chinita por haber tocado su cuello durante el jiwa iki. Al amanecer, ya no pudo volver a unirse a su cuerpo. La cabeza se había convertido en un apaqcha, una cabeza que vuela como una errante.
La caravana continuó su trayecto, mientras la cabeza sin cuerpo revoloteaba entre una y otra ladera, asustando a los otros. En los pasos de apaqchitas, varios ladrones intentaron asaltarlo. Pero, para sorpresa del chinita, la cabeza del llamero salió de su caja con gran estruendo y acabó con los atacantes.
El joven, atónito, comprendió que no estaba solo. ¿Había sido justa esa forma de justicia? ¿Era esa la misión del jiwa iki? La cabeza siguió, aún desconectada del cuerpo, hasta que el chinita hasta llegó al casa.
El regreso fue desconcertante para los familiares. Nadie creyó las palabras del joven, ni su llanto. Nadie aceptó que el jefe llamero había muerto en su sueño. Así quedó la leyenda. Narra lo que algunos sabios recuerdan como el tránsito entre el sueño y la muerte, entre el cuerpo y el alma, entre el mundo de los vivos y los ancestros.
La última palabra del chinita fue contundente:
—Khusakrikay lunthatakaxa jiw’ayawayasxchixa
—“Está bien nomás, también los mató a los ladrones”—.
Así, se libró de toda culpa antes de ser juzgado por las autoridades, luego de una vivencia que rozó lo mítico.
En la memoria andina, el mito es solo un reflejo funcional: es herencia, es iniciación, es historia de los que se fueron: huérfanos, solteros, ahijados o abandonados, jóvenes sin padre que se aferran a su linaje para no desarraigarse.
El jiwa iki, sueño-muerte, persiste en los relatos y sueños de los que transitan entre los mundos, protegiendo a los suyos.