THOA

Martha Callisaya Coaquira

Este domingo 17 de agosto las urnas se abrirán como puertas antiguas que crujen con la memoria de siglos. En este año del Bicentenario, Bolivia vuelve a mirarse en el espejo de su propio destino, y el reflejo no es solo el de doscientos años de república, sino el de milenios que laten bajo la piel de la tierra. Dos siglos no son poca cosa, pero son apenas un capítulo en el libro interminable de nuestras raíces que hunden en la pacha como ríos subterráneos que ningún calendario puede medir.

Antes de constituciones, los ayllus, las wak’as ya escuchaban el consejo de los abuelos, y en los ayllus deliberaban las abuelas que tejían la palabra que daba lógica al tiempo: el tiempo no era un hilo que avanzaba en línea recta, sino un tejido que se enlazaba en la confianza de miradas y en la memoria de las generaciones.

El Bicentenario invita a celebrar, sí, pero también a recordar que nuestra historia no empieza en 1825. Las culturas aymara y quechua siguen hablándonos, aunque la prisa moderna no escuche. En sus sonidos vive una filosofía de reciprocidad, equilibrio y respeto por la vida; una democracia nacida en la comunidad y no en el papel.

Votar no es solo marcar una papeleta. Es dialogar con quienes vivieron antes y con quienes vendrán después. Es sembrar, sabiendo que la cosecha dependerá de la conciencia con que plantemos hoy. El sufragio no se elige en los nombres, sino al trazar caminos donde se cruzan nuestras memorias y los sueños de civilizaciones largas que midieron el tiempo, sin fronteras ni muros.

Que nuestro voto sea también un muro; momento de amuki (silencio reflexivo). Que sea como el puente de ichu que los chaskis cruzaban sin miedo, sabiendo que al otro lado había manos recíprocas.

Un acto breve que conversa con la eternidad. Aunque parezca mínimo, esta coyuntura le da peso histórico que aún no medimos.

En tiempos donde la “libertad de elegir” se pregona como mercancía desde oficinas y redes, se torna urgente no votar por miedo ni vago optimismo, sino por la fuerza ancestral de la memoria larga. Esa memoria que guarda los nombres verdaderos de los cerros, ríos, estrellas y sueños, esa que no se compra ni se vende.

Votar con memoria larga es recordar que Bolivia sin sus pueblos indígenas y sectores sociales será como imaginar el Illimani sin nieve o el lago sin horizonte: imposible.

El próximo gobierno no deberá sentarse a conversar con todos los rostros de esta nación o partir con el derecho de su propia voz. Bolivia, espejo de pueblos que guardan la palabra de milenios, es heredera de culturas que, ante las largas cadenas de opresión, siempre respondieron con esperanza. Como una semilla que brota en medio del desierto, su fuerza es su memoria.

Dos siglos son apenas un parpadeo en la historia de nuestras civilizaciones. Este 17 de agosto, al votar, que no decidan solo nuestras manos, sino también nuestras raíces. Que sea la memoria larga la que vuelva a escribir nuestro nombre.

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