Alex Ruiz Mendoza
Chinchaya es una comunidad ancestral aymara que se encuentra al Este de la ciudad de La Paz.
Cierto día, me detuve a descansar sobre una piedra lisa; a mi lado, el agua brotaba clara y constante de la vertiente —uma jalsu, que significa “donde emerge el agua”—; de manera reflexiva comenzaron a surgir preguntas contemplando la ciudad: ¿estaremos presenciando el crecimiento de la urbe o el borrado silencioso de las comunidades?
El crecimiento desordenado de la mancha urbana muestra una falta de planificación y una improvisación, sobre todo al comprender los espacios agropastoriles de las regiones. La periferia urbana en los últimos años ha cambiado su estructura. El arribo constante de nuevas familias migrantes que buscan asentarse en zonas fértiles y con provisión de agua continua, plantas medicinales, bosques, tierras ricas para la agricultura y sobre todo el paisaje natural de formaciones de rocas y montañas peculiares de este entorno.
El carácter productivo de Chinchaya fue heredado por una continuidad ancestral, con tecnología hidráulica como son sus sistemas de riego, que permiten un ritmo de vida agraria, con estrecha relación con el medio ambiente. Este factor de transmisión cultural se halla reflejado en el “trabajo comunal”, —larqa alli, la limpieza colectiva de los canales— eso sí, cada familia participa. Esta cultura productiva se multiplica con el tiempo, se siembra papa, oca, isañu, chuño, hortalizas y verduras según la época. Este saber acumulado en las tierras permite producir alimentos durante varias épocas del año.
Históricamente, las comunidades aymaras, las que estuvieron desde antes, en lo que es ahora La Paz, conocida antiguamente como “Chuqui Yapu” —sembradío de oro u Chukiyawu Marka, mencionado de esta forma por efecto de la castellanización—, existían ayllus como: Putu Putuni, Santa Bárbara, Challapampa, Callampaya, Ayllu Mañasu, San Francisco y Il, Qalaquillo, Kallapa, Kupini, entre otros, que vivían bajo esta dinámica productiva agraria. Eran guardianes de un sistema complejo de vida y sabiduría, como el hecho de conocer la dinámica de los pisos ecológicos (Murra, pág. 85, 1972), cultivando en equilibrio con el entorno. Aquello podemos deducir por las toponimias en diferentes zonas como el espacio conocido de Larqaqa para que significaba: por encima del conducto, conducto artificial por donde va el agua.
Sin embargo, hoy los pobladores originarios de Chinchaya están siendo absorbidos por las lógicas urbanas, dependientes de un comercio y un modelo económico ajeno. Será porque la ciudad nació con otra lógica, desde su fundación, quiso instalarse como enclave ajeno a lo aymara. Los pobladores urbanos desde su perspectiva colonial observaban como diferentes a los originarios de estas tierras, a pesar de que estaban allí, desde mucho antes. Incluso, beneficiándose del trabajo y producción agrícola. La ciudad se formó como fortín, como aduana, como iglesia y desde ahí, se propagó como modelo civilizatorio que excluía lo originario. Creció con la herencia colonial, con la necesidad de centralizar el poder, el comercio, la administración y la cultura. Se convirtió en capital de una modernidad que no siempre fue nuestra.
La Paz es una ciudad vibrante y contradictoria, donde el estar y lo moderno coexisten a diario. El reto es escuchar a quienes estuvieron antes.