Edwin Surco Toledo
Cuando apoyo la cabeza en la almohada, hay noches en que anhelo despertar siendo niño otra vez. No por volver a jugar, ni por la inocencia, sino para escuchar la llovizna mañanera de primavera, esa que caía sobre los techos de paja y los caminos de tierra. Algunas gotas se perdían en el suelo; otras formaban riachuelo que alimentaban el río Yanarico, en mi querido Puerto Acosta.
Después de la lluvia, salía a contemplar los sembradíos mojados, las casas de adobe y los techos humeantes, de donde emergía el aroma tibio de la leña quemada. El aire era fresco, lleno de trinos, de árboles estremecidos por el viento que de una paloma rumbo al campanario silvestre como si nada más importara.
Ahora, ya desperto y entre paisajes distintos, la memoria persiste, pero pesa. A veces cierro los ojos y veo a las gaviotas regresar a los techos de mi antigua escuela. Me pregunto si los niños de hoy aún se detienen a observarlas, si se maravillan con su vuelo o ríen con su danza juguetona cuando bajan al patio en busca de migajas.
Nosotros sí. Las imitábamos con nuestros mandiles blancos ondeando al viento, elaborados con costales de algodón de harina de trigo, donde aún se leían en rojo y azul las letras del molinero de aquellos años. Éramos niños ingenuos, ajenos a la estética y al qué dirán, contentos con lo que había. Hoy, entre pantallas brillantes y relojes apurados, temo que esa sensibilidad sencilla se esté perdiendo.
Algunas madrugadas solía acompañar a mi abuela, vestida de negro y con su reboso levantaba, pequeño y somnoliento, para ayudarla a vender café con pan a los viajeros rumbo a la ciudad de La Paz. El aroma del café inundaba la plaza, y el reloj centenario del municipio nos observaba desde su torre, quieto, como testigo fiel.
Desde el campanario, las campanas jesuitas colgaban en silencio, mientras el canto del Pucu Pucu —esa lechuza ancestral— se mezclaba con el trinar de los phichitankas (gorriones), escondidos entre los cipreses y pinos. Así comenzaba el día: con una llovizna de luz cayendo en rayos dorados sobre los cipreses córnicos, moldeados por generaciones de niños que jugaban a las escondidas entre sus ramas bajo las estrellas.
El viento traía el perfume de las rosas de los rosales recordados, que formaban mariposas blancas sobre los muros de adobe. En aquellos amaneceres, mi abuela rezaba en silencio para que el alma ya colmada de historias.
Mi abuela, con sus cabellos blancos como los nevados andinos y las manos arrugadas pero firmes, solía contarme mitos, leyendas y memorias de un tiempo en que la vida caminaba al ritmo de la madre tierra, no del calendario. Me hablaba de un mundo donde todo tenía su tiempo y sentido, donde el tiempo se contaba en fases de la luna, estaciones y cosechas.
Hoy, desde este presente veloz y desarraigado, yo no extraño mi infancia. Lamento que tantas nuevas infancias no lleguen a conocer ese mundo callado, donde la lluvia hablaba más que las voces, donde crecer era descubrir el brillo de las hojas de las plantas, mirar el vuelo de las gaviotas y esperar las primeras lluvias.
Un mundo sin ruido ni internet, lleno de espera, de días que reviven al cerrar los ojos y oir la lluvia caer en mi memoria.