Ramiro Huanca Soto
Cargando un libro gordo de relatos originarios que llamaría Textos Madre, el brillo de sus ojos irradiando el horizonte de cada viaje a realizar, Lucy Jemio Gonzales expresaba siempre ciertas realidades simultáneas cuando daba clases en la Carrera de Literatura de la Universidad Mayor de San Andrés de La Paz, Bolivia.
Con su cuerpo, mirada y relatos en mano, Lucy encarnaba siglos de memoria. El postulado axial del THOA: qhiph nayr utjasis sarnaqapxañani, el pasado está adelante y el futuro está atrás. Lucy lo encarnaba tanto en su pedagogía como en la práctica investigativa del Archivo Oral, que guarda más de 7.000 relatos de tradición popular aymara.
Cuando Lucy daba clases, el tiempo no era una línea que avanza de izquierda a derecha, sino un tejido en espiral donde las palabras se entrelazan, los silencios respiran y las emociones son caminos de aprendizaje.
El tiempo de sus clases no era lineal, sino un compuesto húmedo de truenos, neblinas, lluvias y nublados días, otros soleados.
Sus clases mismas eran una concurrencia de tiempos y espacios epifánicos trascendentes de las clásicas clases donde generalmente se dan sucesos ordinarios de teorías o aplicaciones abstractas, también hermosas.
Su voz se enmarcaba en la multiplicidad de sus referencias y experiencias: aunque como sabia, sabía hablar desde el j’intuña, un enredo del alma entre los adentros y los afueras, visitar comunidades, caminar con los pies, oler con el corazón, escuchar el viento e investigar como la memoria viva de los pueblos.
Lucy siempre problematizaba la posibilidad de enseñar y aprender, y lo hacía con una serenidad que invitaba a pensar sentir la voz de las abuelas y abuelos.
Los múltiples acontecimientos que narraba eran el escenario donde ocurrían tantos instantes de conocimiento propio, saberes ancestrales que descolonizaban suavemente el conocimiento demasiado occidentalizado así como la escuela logocéntrica colonial.
A menudo refería siempre con detalle el serpenteo de su metodología, la forma como a manera de culebra o viborón, se movía con sus estudiantes al encuentro de la alteridad indígena y al reencuentro de disponer un bien común, un compartir más allá de pedir permiso para hablar, sino de reconocer lo visitado es lo propio.
La falta de esos viajes, esa hambre del volver a enredarse en comunidades ancestrales, era una nostalgia que Lucy iluminaba en cada sesión del Taller de Historia Oral y de Literatura Popular en la UMSA; desde Winyay Thakhinaka, uno de sus libros sobre saberes aymaras, preservaba dignamente el Archivo Oral de la Carrera de Literatura y las memorias vivas de perspectivas ancestrales milenarias.
Ya sean relatos del Zorro Antonio, del cóndor y la joven, de la mujer sicuri, del tigre-gente, de la mujer trueno, de los cerros Tunupa, Sajama, Asanaque y Yuquilla, del lago verno, del diablo de la bajada, del cura d’ala, del cóndor alado, del bolico, de los condenados a orillas de ríos o del sapo, la sirena y la diosa del sexo, aves seductoras y pájaros cantores, del maíz, del gusano de la tierra, del viento, del río y de los animales sagrados que, diría Viveiros de Castro, son múltiples narradores de lo humano y no humano, Lucy siempre lograba iluminar el camino del canto ancestral titulado, el Taller de Historia Popular en la UMSA: desde Winyay Thakhinaka, uno de sus libros sobre saberes aymaras, preservaba dignamente el Archivo Oral de la Carrera de Literatura y las memorias vivas de perspectivas ancestrales milenarias.