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Maria E. Copa

En Bolivia, las demandas educativas de los pueblos indígenas no surgieron únicamente como una aspiración por el acceso al conocimiento formal, sino, sobre todo, como una forma de resistencia, de defensa del territorio y de afirmación identitaria. A lo largo del siglo XX —y con raíces en el siglo XIX—, las comunidades vieron en la educación una herramienta para enfrentar el despojo de tierras, la imposición de políticas estatales y la negación sistemática de sus derechos colectivos.

A finales del siglo XIX, mediante leyes y pactos por las élites terratenientes, como las reformas de Andrés Frías, particularmente la sistemática de 1874, se buscó eliminar jurídicamente la estructura comunal indígena para instaurar un mercado de tierras al servicio de terratenientes. Esta normativa debilitó los derechos colectivos sobre la tierra y forzó la instauración de patrones en las comunidades (Valenzuela, Ricardo; CENDA, 2007).

Hasta la Revolución de 1952, la estructura hacendataria fue el modelo dominante en la región andina y del altiplano. Como señalan diversos autores (Regalsky, 2006) en este contexto se dieron múltiples alzamientos locales —como el de Jesús de Machaca en 1921, Ayo Ayo en 1945 o Ayopaya en 1947— que articularon demandas de restitución de tierras comunales y de acceso a la educación gratuita de los indígenas.

Frente a esta realidad, muchos líderes indígenas comenzaron a demandar educación como una necesidad urgente, la respuesta de las comunidades fueron las escuelas clandestinas. Lo hicieron no solo para aprender a leer o escribir, sino para defender sus derechos, conocer las leyes, identificar los linderos de sus tierras y en centrar documentos y títulos de propiedad. Figuras como Eduardo Nina Quispe, Santos Marka Tula, Avelino Siñani, Elizardo Pérez y Quillqi Mamani Audía entendieron que la educación debía ser un medio para la acción colectiva y la organización coherente con su cosmovisión.

En esta línea, el caso de Warisata (fundada en 1931 en el altiplano de La Paz), tuvo un papel emblemático en la educación indígena. Testimonios recogidos por investigadores como Ticona y Condori (1992) cuentan que solía decir: “tenemos que saber, que haya escuelas”. Frases como esta revelan la visión que tenían estos líderes: la educación no como imitación, sino como herramienta de liberación.

Los debates al interior del movimiento campesino-indígena han demostrado que el territorio no solo es una cuestión productiva, sino vital. “¿Por qué los campesinos se aferran a los cerros en condiciones ecológicas adversas? Porque para ellos, la tierra es vida”, señaló un comunario del movimiento campesino. Como sostiene Cervera (1993) y Valenzuela (2007), la educación y el territorio son dimensiones inseparables de la vida y de la historia de los pueblos indígenas.

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